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Opinión | Ad portas de la audiencia citada por la Corte Constitucional para hablar de aspersión, vale la pena mirar las cifras y entender bien el problema. 

Esta columna fue escrita con Juan David Gélvez y Ángela Silva, investigadores de la FIP.

El 23 de febrero, un grupo de uniformados y civiles cayó en un campo minado en el municipio de Tumaco, Nariño, mientras adelantaban labores de erradicación forzada de matas de coca. Como resultado de este hecho un auxiliar de policía murió y 11 personas – entre policías y miembros del Grupo Manual de Erradicadores – resultaron heridos.

En la última década (2009-2018), según los registros de la Policía Antinarcóticos, 126 miembros de la Fuerza Pública y civiles han muerto en labores de erradicación y 664 han sido heridos, con graves lesiones.

En total alrededor de 800 víctimas de una tragedia que ha pasado desapercibida y que tiene profundas secuelas. De esta manera lo muestra esta entrevista de Andrés Bermúdez Lievano, a uno de los policía que fue víctima de una mina antipersonal.

Como se puede ver en el gráfico, las víctimas comenzaron a subir desde de 2017, conforme aumentó el número de hectáreas erradicadas de manera forzada (la línea gris). En el periodo 2014 a 2016 – en medio del proceso de negociación con las Farc – las operaciones cayeron notablemente, pero en 2017 y 2018 se reactivaron, siendo la principal estrategia del Estado en ausencia de la aspersión aérea. 

Un hecho a destacar es que, en relación con el volumen de hectáreas erradicadas, el número de víctimas ha descendido. Mientras que, en 2009 cuando se erradicaron 60.565 hectáreas, hubo 163 víctimas – contando muertos y heridos -, en 2018 con un número similar de hectáreas está cifra descendió a 81 víctimas. El problema sigue siendo grave, pero hace una década era mucho peor.

Según el Ministro de Defensa, Guillermo Botero, la erradicación “no permite avanzar a la velocidad que quisiéramos, porque hay que mirar siempre los lugares en donde estamos erradicando para verificar si no hay minas”. Con todo y las precauciones, la implementación de esta herramienta sigue cobrando vidas.

 

 

Respecto a las víctimas de minas antipersonal, a nivel nacional hay un aumento preocupante. De acuerdo con la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (DAICMA), luego del descenso notable del 2012 al 2017, pasando de 589 a 57 víctimas, en 2018 esta cifra subió a 176. Aproximadamente el 20% de los casos en 2018 se dieron en el marco de operaciones de erradicación forzada.

En el trabajo de campo realizado en la Fundación Ideas para la Paz (FIP), hemos encontrado que una de las dinámicas que han impulsado la instalación de estos artefactos por parte de las organizaciones armadas ilegales, es el aumento de los cultivos ilícitos. Su instalación tiene el propósito de restringir el acceso, proteger las plantaciones y disuadir la intervención de la Fuerza Pública.

Además, según el Comité Internacional de la Cruz Roja, las regiones que tienen el mayor número de víctimas de estos artefactos son aquellas que se encuentran en disputa, donde no se hace desminado humanitario. En 2018, de acuerdo con la información de la Daicma el 31 por ciento de las víctimas se registraron en Nariño y el 30 por ciento en Norte de Santander.

En estos dos departamentos los aumentos, en comparación con el 2017, fueron mayores al 400 por ciento.

El cruce entre los accidentes por mina antipersonal y las zonas en las cuales se dan las operaciones de erradicación forzada, muestra la vulnerabilidad a la que están expuestos los escuadrones dedicados a esta tarea. Tomando los municipios en los cuales se erradicaron más de cinco hectáreas, se encuentra que, de los 155 eventos de accidentes ocurridos durante los años 2017 y 2018, el 88 por ciento ocurrió en territorios donde se realizaron labores de erradicación manual. Además, de los 52 municipios que presentaron accidentes, el 75 por ciento contaba con cultivos ilícitos.

 

 

 

Los costos humanos de la erradicación forzada y la vulnerabilidad de los escuadrones de erradicación, deberían llevar a replantear seriamente el uso de esta herramienta. Pero en ausencia de la aspersión y sin mucho ánimo para apostarle a la sustitución, el gobierno apunta a intensificar el levantamiento forzado de los cultivos.

En la política de Seguridad y Defensa del gobierno Duque, se asegura que se multiplicarán los Grupos Móviles de Erradicación Manual con el objetivo de tener el mayor cubrimiento posible. El ministro Botero señaló que El Gobierno dispuso de $80.000 millones para contratar 2.100 civiles que llegarán a integrar 100 Grupos Móviles de Erradicación Forzada.

En 2016, el Comité de Derechos Humanos de la ONU se pronunció sobre el uso de civiles para esta labor, señalando su preocupación por la vinculación de campesinos pobres que no tienen otras oportunidades laborales en la zona.

El Comité instó al Estado Colombiano a interrumpir el uso de civiles hasta que se verifique, de conformidad con los estándares internacionales (tales como las Normas Internacionales para la Acción contra las Minas), que las áreas en las que se deban realizar tales actividades estén efectivamente libres de minas terrestres, y se verifique también que esas áreas estén efectivamente libres de otros peligros que puedan poner en riesgo su vida o integridad. Según el Comité, el Estado debe también garantizar que las personas que hayan resultado heridas, o sus familiares en caso de fallecimiento, reciban reparación integral.

A juzgar por los hechos recientes, el Estado ha pasado por alto buena parte de estas recomendaciones.

¿Cuáles son las alternativas?

El primer intento fallido de reemplazar la erradicación manual fue el uso de drones. De acuerdo con el ministro de Defensa, la operatividad de los drones es difícil, por la topografía del terreno y por el hecho de que los tiempos de vuelo no son largos, con lo cual tienen que ser constantemente reaprovisionados con herbicida y combustible. En Antioquia, donde por iniciativa del Gobernador se comenzó la aspersión con drones, ésta fue suspendida por sus altos costos y baja cobertura. Además, su uso también implica un riesgo para los operarios y la tropa que acompaña las operaciones.

La segunda alternativa que está sobre la mesa es la aspersión aérea. Como señaló La Silla Pacífico, la reciente activación del campo minado en Tumaco (Nariño) le dio combustible a los defensores del regreso del glifosato. El expresidente Álvaro Uribe trinó: “Grupo de erradicación cae en campo minado. Policía muerto y 11 heridos. Hasta cuando? Hora de la Verdad. Se necesita la fumigación”.

Ad portas de la audiencia citada por la Corte Constitucional para dar seguimiento a la sentencia que estableció la condiciones para usar la aspersión, la protección de la Fuerza Pública y de los civiles es uno de los argumentos para retomar esta herramienta.

Pero justamente lo ocurrido en Tumaco, muestra que la aspersión no necesariamente arreglaría el problema – al menos no, en buena parte del territorio. La vereda Mata de Plátano, donde fue activado el campo minado, hace parte del Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera. De acuerdo con lo definido por la Corte, el gobierno requeriría de Consulta Previa para poder asperjar.

Esta sería la misma situación en la que se encontrarían los demás consejos comunitarios y los resguardos indígenas. Además, habría que sumar los Parques Naturales y regionales, las reservas forestales protectoras y las zonas de reserva forestal, que obligan a la aplicación de mecanismos específicos para su intervención y donde difícilmente la aspersión podrá ser aplicada. En 2017, el 46 por ciento de la coca identificada por el Simci se encontraba en estas zonas de manejo especial, lo que representa una producción potencial de cocaína de 705 toneladas.

El plan del Ejecutivo es usar la aspersión en aquellas zonas con minas antipersonal o problemas de seguridad, lo que en teoría disminuiría la vulnerabilidad de los escuadrones de erradicación. Sin embargo, la evidencia muestra que uno de los factores que impulsó el incremento de los cultivos en las zonas de manejo especial fue justamente el uso de la fumigación área, con impactos negativos como la deforestación y el daño a ecosistemas. El desplazamiento de los cultivos a estos lugares podría presionar el aumento de la erradicación forzada en esto territorios. En el pasado, los años de intensa aspersión, también coincidieron con niveles elevados de erradicación manual.

Ante la insistencia de poner sus apuestas en la erradicación y la aspersión – si la Corte abre la puerta – el gobierno tendrá que escoger cuál es el mal menor. Esto en gran medida, porque seguimos atrapados en una política que continúa viendo como el problema central a las matas de coca, incluso por encima de la vida de policías, militares y civiles. Mientras tanto, en la trastienda está la sustitución que, bien hecha y como resultado del fortalecimiento de la legalidad y la legitimidad del Estado, podría sacarnos de este dilema innecesario.

En el mejor de los casos, las medidas de fuerza para reducir los cultivos ilícitos producen perturbaciones transitorias, sin un efecto sostenible. Pero su aplicación puede tener consecuencias severas que deben ser tomadas en cuenta al momento de tomar decisiones.

En este sentido, no hay una herramienta inofensiva, el problema está en asumir el daño como algo inevitable. Por esta razón, antes de pensar que la aspersión es la solución para evitar las secuelas de la erradicación, reemplazando un problema con otro, lo que debe hacer el gobierno si insiste en el uso de esta herramienta es contar con plan de desminado en las zonas de cultivos, delimitar la participación de los civiles y aplicar medidas conducentes a la reparación y la no repetición.

Director del Area de Dinámicas del Conflicto y Negociaciones de Paz de la Fundación Ideas para la Paz (Colombia) y Global Fellow del Woodrow Wilson Center (Washington DC). Se ha desempeñado como consultor internacional en los temas seguridad y política de drogas del Programa de las Naciones Unidas...