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De acuerdo a la actual situación de revisión de los planes de ordenamiento territorial en Colombia y en especial en Bogotá, se hace necesario considerar las propuestas campesinas para armonizar sus propuestas y transformar la dicotomía rural y urbana en Colombia, construyendo espacios de paz

Cuando se habla de Bogotá, la imaginación de cada colombiano o persona que conoce de Colombia siempre se remontara a la zona urbana con sus diferentes avenidas, museos, plazoletas, parques y entre otros atributos que hacen particular a la capital colombiana en la cual habitan aproximadamente 8 millones de habitantes.

Pero cuando se analiza a Bogotá y su imagen de metrópolis, se empieza por analizar sus relaciones con las regiones próximas a ella, de dónde se abastece de agua, alimentos, energía, gas y entre otros recursos necesarios para soportar su dinámica económica, social y política.

Un ciudad que cada día hace una mayor presión sobre ecosistemas tan frágiles como los páramos, el bosque altoandino, humedales y entre otros, de los cuales dependemos para soportar las demandas diarias de los habitantes de la ciudad y de los procesos de transformación que requieren mantenerse bajo el modelo desarrollista y principalmente basado en la extracción de recursos naturales.

Y es bajo esta dinámica, donde la ciudad predomina sobre el campo, que se ha generado una serie de propuestas sobre ordenamiento y planeación territorial que ha conllevado a que las 124 mil hectáreas rurales, de las 166 mil hectáreas que comprende el Distrito Capital, estén en la situación de comodín para las necesidades de la ciudad.

Es así como en las zonas rurales de Bogotá a lo largo de los últimos dos siglos de vida republicana, han pasado a ser las áreas periféricas de la cual la ciudad donde se fueron asentando las comunidades desplazadas de las dinámicas de la ciudad que se consolidaba alrededor de los vestigios de la ciudad española que paulatinamente asumía su carácter de líder económico y político de un país que se empezaba a construir bajo la imagen de familias y líderes que creían que Colombia era un espacio donde se podía extraer riquezas y que se debían acumular alrededor de ellos, dejando de lado la sociedad criolla, indígena, negra, mulata o mestiza.

Y así las zonas rurales fueron siendo el lugar extremo donde se producía lo que la ciudad requería, siendo una relación de dominación marcada por la conservación de las necesidades de los habitantes de la ciudad sin mediar con los intereses de las comunidades campesinas e indígenas que mantenían desde las zonas rurales estas necesidades, soportando las dificultades y las desigualdades que se apoderaban de estas zonas rurales.

Posteriormente, la ciudad anexó municipios bajo el principio de proteger las áreas potenciales de abastecimiento de agua, principalmente, lo que condujo a que áreas que se estaban consolidando bajo sistemas agropecuarios se fueran transformando en embalses, áreas protegidas y zonas de reserva para la expansión urbana.

Y es que estas decisiones tomadas en función de la ciudad, desconocieron la cultura campesina, esa misma que donde se gestaron las luchas agrarias más importantes de inicio del siglo XX y donde las comunidades entendían bajo un razonamiento político que las zonas rurales eran territorios que iban más allá de las tierras. Que los páramos, más allá de ser zonas complejas para la vida humana, se convertían en una identidad que los caracterizaba.

Y bajo estas lógicas de ordenamiento y planeación territorial donde la ciudad entra como primer y hasta único punto de análisis para la construcción de las políticas económicas, sociales y ambientales, se ha generado una exclusión de los intereses campesinos que viven la ruralidad bogotana.

Esa misma ruralidad bogotana que hoy, en el inicio de un nuevo proceso de ordenamiento territorial, se encuentra en escenarios donde la paz es territorial y donde el desarrollo rural sostenible son necesarios y donde los mismos bosques, páramos y humedales que se han mantenido bajo dinámicas sociales complejas desde la guerra, el abandono gubernamental y la visión extractivista por parte de actores que no interpretan lo rural como un hogar sino más como un negocio.

Son estas comunidades campesinas resilientes las que proponen un modelo que podrá hacer de Bogotá más que una ciudad de museos, avenidas, plazoletas y grandes edificios, son proponentes de un modelo donde se armonizan los intereses. 

Donde se rompan los paradigmas de la conservación y la producción como grandes enemigos, y se entiendan como proponentes de un modelo donde el ordenamiento territorial se hace con base en que esta tierra que hoy nos alimenta, nos da agua, no da vida, es una tierra prestada.

Conservar las necesidades de un sector de la sociedad implica que la sociedad deje atrás ese lastre de la sociedad feudal, en donde el campesino bogotano haga parte de ese cuadro imaginario de cada persona que reconozca a Bogotá como un territorio de paz y armonía de una sociedad nueva de iguales.

Ingeniero Forestal y candidato a Magister en Desarrollo Rural. He trabajado en los últimos seis años en las zonas urbanas y rurales de Bogotá, en los que he apoyado la consolidación de procesos comunitarios alrededor del desarrollo sostenible, y en la implementación de proyectos enfocados en la...