El columnista Andrés Caro. Foto: La Silla Vacía

El Pacto Histórico y la izquierda colombiana están en un momento crucial: están definiéndose de cara a las elecciones futuras y están, por primera vez, mostrando cómo y con qué ideas gobiernan.

Por eso, es importante tratar de entender qué es y qué piensa el petrismo: cuál es la ideología y la forma de ejercer el poder del gobierno actual.

Por supuesto, el petrismo no tiene una ideología clara. El presidente no ha presentado nunca unos postulados organizados de su teoría política. Estos, más bien, deben ser reconstruidos de lo que ha venido diciendo y haciendo desde que gobierna.

Así mismo, el gobierno está compuesto por representantes de grupos diversos. Cada uno de ellos tiene sus propias ideas sobre cómo debería ser Colombia y cómo debería ser gobernada.

A pesar de esto, vale la pena intentar una definición del petrismo, así sea preliminar e incompleta. Y es que, aunque no está del todo organizado, el petrismo implica un proyecto ideológico.

En primer lugar, el petrismo propone una interpretación original de la historia de Colombia y de la historia del mundo. La historia de Colombia que cuenta es una de abandono y de violencia en que unas élites han sometido a la mayoría. El petrismo se remite a una historia de doscientos años de dominación que, con este gobierno, ha terminado.

El gobierno, entonces, se piensa como iniciador de una nueva era en la historia de Colombia. El gobierno del cambio no sólo quiere cambiar el modelo económico y político, sino que quiere inaugurar, y promete, un nuevo tiempo. En esto, el petrismo es milenarista: se piensa al tiempo como promesa, inauguración y realización de una transformación de Colombia que no es gradual sino total. Colombia –dice– debe ser otra y será otra por el petrismo.

Pero su teoría de la historia no sólo se refiere a la de Colombia. El petrismo también ofrece una interpretación de la historia del mundo. En eso, y en sus ambiciones de transformación, es internacionalista. En Colombia, el petrismo se muestra profético pero optimista: el cambio llegó y debe consolidarse. Por eso, no es tímido en prometer la paz “total” y el perdón social. En Colombia, promete un jubileo.

En el mundo, por el contrario, su teoría de la historia deja de ser milenarista y se vuelve únicamente apocalíptica. El apocalipsis es el cambio climático causado por el neoliberalismo y la globalización.

En Colombia, el petrismo es profeta de una utopía. Afuera, del fin del mundo.

Esta teoría histórica se relaciona, claro, con su teoría política. La historia de Colombia y del mundo ha llegado a este punto de quiebre (para bien, en el caso de Colombia, y para mal, en el caso del resto del mundo) por la relación entre las élites y el resto de la gente. Las élites, para el petrismo, son un grupo de personas y de instituciones que han logrado concentrar el poder político, económico e ideológico. Durante años, esas élites (que incluyen tanto a las petroleras, los paramilitares, los bancos o Estados Unidos) han preferido sus ganancias individuales a la vida del resto de la gente. Para el petrismo, las élites son representantes de la muerte.

En Colombia, la muerte se ve expresada, sobre todo, en el paramilitarismo y en el neoliberalismo. Pero también está en el abandono del Estado, en la violencia política y en la desigualdad. En el mundo, está en el cambio climático, en la crueldad de la migración y de la xenofobia. Está en Trump y en los bancos. Está en la guerra contra las drogas y en la guerra contra el terror. Está en la guerra de Israel contra Gaza.

A esta muerte, el petrismo opone la vida: la vida es la ecología, la protección de los niños gazatíes, es la búsqueda de la paz y la sustitución de la economía neoliberal por una economía social. El petrismo piensa el mundo en dicotomías. En eso, es categórico y maniqueo.

Por supuesto, estas teorías de la historia y este maniqueísmo se reflejan no sólo en su discurso sino en lo que el movimiento les exige a la política y a los políticos. Para el petrismo, la política es o bien conservadora (la muerte) o bien revolucionaria (la vida). Quienes no están de acuerdo con las transformaciones (y, más aún, con la transformación total del mundo y de sus estructuras) se ponen del lado de las élites y de la muerte.

Así como anuncia una destrucción total del mundo, un “apocalipsis”, la transformación que el movimiento promete es una transformación total y definitiva de Colombia.

Por eso, el petrismo es revolucionario, y no progresista. Rechaza lo que vino antes (los doscientos años de abandono, el neoliberalismo, etc.), incluso si el pasado tiene alguna cosa buena, y propone algo nuevo.

Más que gobernar, el petrismo quiere revolucionar.

En materia de política económica y social, el petrismo es voluntarista, dirigista y estatista. Dejados a su suerte, los agentes privados se organizan en élites, se cartelizan y empiezan a cooptar las instituciones públicas hasta dominarlas y usarlas para su beneficio propio. Eso hace que el petrismo sea escéptico de la democracia liberal y de las soluciones de mercado a los problemas sociales.

La democracia liberal y el gobierno constitucional eran útiles en la medida en que permitieron que el movimiento llegara al poder, pero se vuelven un lastre que debe ser superado cuando funcionan para detener, controlar o modificar las pretensiones del presidente. Por eso, el petrismo habla de constituyente.

El mercado, para el petrismo, no es un ámbito de intercambios libres de bienes y servicios regido por la oferta y la demanda, sino un espacio de dominación y preservación de privilegios. La solución que ofrece el petrismo es la estatización progresiva de los sectores más importantes (la salud, la educación y la explotación de los recursos naturales, por ejemplo), y el dirigismo económico, basado en la voluntad del gobernante.

El gobernante es un elemento central del petrismo. El actual presidente no concentra más poder que gobernantes anteriores (de hecho, es posible que sea mucho menos poderoso que presidentes que sí supieron interactuar con las distintas instituciones y con otros poderes políticos, sociales y económicos).

Sin embargo, el presidente, en este gobierno, ejerce un poder carismático: se mueve de manera misteriosa entre círculos cada vez más estrechos y cerrados. Sabemos que hay ministros con quienes no habla y con los que se comunica a través de emisarios. A su alrededor parece tenderse un cerco de silencio y de protección que concentra el verdadero poder del gobierno y del movimiento. Él es un líder que plantea la visión –la utopía o la catástrofe, indistintamente–, y que delega el gobierno: sus operadores deben materializar esta visión como puedan, interpretando su voluntad como si viniera de un oráculo (traducida, apropiadamente, por una sacerdotisa hábil).

El hecho de que el gobierno falle en la aplicación de su discurso a la realidad se explica por esa desconexión entre el presidente y los procesos del gobierno y los mecanismos idiosincráticos del poder en Colombia. Su desprecio por la tecnocracia (un desprecio que desde luego es recíproco) hace que se rodee de personas cuyo principal atributo es la lealtad y no la efectividad. Y la autoridad carismática del presidente sirve para que, al menos dentro de sus seguidores, la corrupción del gobierno no se interprete como una falla del gobernante sino como una traición a su voluntad. Los fracasos del gobierno confirman el “poder enquistado” de las élites, y no la inutilidad del gobierno.

Pero la relación central del petrismo no es entre presidente y gobierno, o entre gobierno y congreso, sino entre líder y pueblo. Las demás relaciones son secundarias a esa relación que trasciende –tanto en términos institucionales como metafísicos– a las instituciones constitucionales y a los procesos normales de la política.

Se trata de una relación trascendente pues logra cristalizar el destino histórico del país: el pueblo, conformado por los seguidores propios y por los grupos que han sido víctimas de las injusticias históricas, ha elegido al líder (a través de unas elecciones que, más que un proceso democrático normal, funcionan simbólicamente como una unción), y el líder, a su vez, dirige al pueblo y traduce sus reclamos, que corresponden, exacta y curiosamente, con los deseos e intereses del líder. Esta relación especial suplanta y vacía de legitimidad a las demás instituciones y procesos políticos. Por eso, el petrismo es un movimiento populista y carismático.

Otra característica del petrismo es que es un gobierno de facción. Aunque se presenta como un movimiento popular, su popularidad es pequeña.

Por eso, el petrismo propone una definición propia de “pueblo”. Por “pueblo”, el presidente no se refiere a toda la gente de Colombia, sino a la gente que lo sigue y que apoya su programa. No es el pueblo el que ha elegido al presidente, sino el presidente quien define lo que es el pueblo. Por eso, no es equivocado que el presidente hable de “mi pueblo” cuando habla del 29% de la población que lo apoya. Más que un pueblo, se trata de una facción, así el presidente persista en su fantasía de atribuirle a ese pedazo de pueblo poderes constituyentes y soberanos. 

Otra característica notable del petrismo está en la relación extraña que tiene entre su discurso y sus prácticas: por un lado, el petrismo se basa en los discursos extremos –apocalípticos o utópicos– del presidente. Al mismo tiempo, sus funcionarios operan usando las prácticas propias de la política colombiana: hay clientelismo y hay corrupción, hay negociaciones y hay concesiones. Al tiempo que el presidente denuncia el paramilitarismo, negocia y hace concesiones a paramilitares. Al tiempo que denuncia la corrupción, permite los robos.

Probablemente, estas concesiones al mundo práctico encuentran una justificación en su teoría revolucionaria de la historia: es necesario usar las prácticas clientelistas y la democracia liberal para luego superarlas. Estamos en una etapa intermedia. Estamos viendo el matadero por dentro. Después, cuando el gobierno logre realizar sus reformas, vamos a comernos las salchichas y nos olvidaremos del mal olor, de los chillidos y de la sangre.

En eso, el petrismo parece eminentemente práctico (el fin justifica los medios), aunque el fin se quede en discursos, en implementaciones a medio hacer y en un gobierno con escándalos de corrupción.

Pero el petrismo es un movimiento idealista. El idealismo del petrismo va más allá del idealismo típico de los movimientos políticos, ya que busca transformar totalmente la sociedad y las instituciones de Colombia. Este idealismo lo lleva a enfrentarse constantemente con el que es su predicamento definitivo: la brecha entre sus proyectos y la realidad.

Ante la distancia entre lo posible y lo soñado, el petrismo se queda con lo soñado: su gobierno ha sido sobre todo uno de símbolos y de reivindicaciones; las transformaciones están, por ahora, en la fase de destrucción de lo que había antes, y el gobierno no tiene ni el tiempo ni la paciencia, ni el método ni la técnica para hacer un mundo nuevo.

El petrismo ofrece un sistema ideológico para interpretar el mundo y una serie de recetas para transformarlo. En eso, se parece a las demás ideologías políticas. Lo que le falta, lo que le quedó faltando, fue una forma eficaz de actuar en la práctica.

Vamos a ver si el petrismo, como sistema de ideas, va a sobrevivir a su primer e infecundo gobierno.

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...