Ayer, 23 de junio, fue un día histórico para la paz de Colombia, pues en la Comisión de la Verdad, en un acto que duró más de cinco horas presidido por la comisionada Marta Ruiz y el padre Francisco de Roux, vimos derrumbar cualquier discurso justificativo, cualquier ideología violenta que quiera dar sustento a la toma de rehenes. Un grupo de víctimas (hermanas de dolor) dio testimonio ante el público y para la historia del país y, mirando a los ojos a los autores de este crimen de guerra, describieron el horror, la arbitrariedad y opresión del secuestro y los daños que causa. Desde su propia experiencia expusieron lo inaceptable de esta práctica, que no es un acto revolucionario ni un acto heroico, sino un atentado permanente contra la libertad y la dignidad humana. 

Dijo Íngrid Betancourt: “la violencia nunca ha sido, ni será la solución”; es necesario “reparar la trama rota de nuestro sentir colectivo” y un diálogo humano con los antiguos captores para “liberarnos de las cadenas del rencor y de la venganza, del orgullo y del miedo”. “Hay un proceso de rehumanización al cual la paz ha citado a cada uno de los colombianos” y este proceso implica revisar el tema de las ideologías violentas (tanto de la extrema izquierda, como de la extrema derecha): “fuimos todos, ellos y nosotros, sacrificados en el altar de una ideología que pretendía detentar el secreto del bienestar humano. Fuimos todos, ellos y nosotros, deformados por la deshumanización a la que esta ideologización dio origen. A nombre del pueblo, las Farc se convirtieron en los verdugos del pueblo, convencidos de que su causa era justa y los autorizaba a cualquier criminalidad. No fueron los únicos verdugos, es verdad; otros con otras ideologías y a nombre del mismo pueblo hicieron lo propio, inundando a Colombia en un baño de sangre. A pesar de toda nuestra locura colectiva, hoy hemos podido ponernos de acuerdo por primera vez en una cosa: que el fin no justifica los medios. Hemos comprendido también los peligros de mirar al mundo a través del lente reduccionista de esas ideologías. Estas nos llevan a asumir posiciones fundamentalistas que nos aíslan y nos impiden ampliar nuestro análisis al desechar de plano otros puntos de vista. Ser conscientes de estas deformaciones es ya un instrumento invaluable para abrir nuestras mentes y, sobre todo, nuestros corazones a los principios básicos de la fraternidad, la fraternidad sin la cual no hay igualdad, libertad y paz. Que nunca más volvamos a pensar en Colombia que una idea vale más que una vida humana”.

Los líderes y excombatientes de las Farc hicieron el ejercicio de romper amarras con cualquier discurso justificativo y con la ideología que les proporcionó pesadas lentes para ver el mundo, lanzarse a la guerra y justificar sus crímenes, para reconocer al fin que: “No hay justificación para el dolor causado”, “cometimos un grave crimen, producto del proceso de deshumanización en que caemos cuando sólo vemos el mundo dividido entre amigos y enemigos. Cuando creemos que valen todos los recursos para ganar la guerra. Pido perdón por el secuestro” (Pastor Alape).

“Conocedores hoy de las abultadas cifras de denuncias, reconocemos que muchas personas secuestradas fueron sometidas a tratos indignos de su condición humana padecieron agresiones físicas y morales que aumentaron innecesariamente su sufrimiento. También que, por razones que habría que considerar en cada caso, si llegara a ser posible, entre la magnitud de la ilicitud repetida, un alto número de las víctimas de secuestro terminaron también perdiendo su vida hallándose en nuestras manos y, lo que es peor, sepultadas en algún lugar de la geografía rural que dadas las condiciones de movilidad permanente y las circunstancias de la confrontación armada resultan hoy difíciles de determinar con precisión. Tenemos que reconocer que, con la comisión del delito del secuestro, ocasionamos inmenso dolor no solamente a los secuestrados, sino también a sus esposas o esposos, padres, hermanos y hermanas, hijas e hijos, nietos y nietas, así como a todas las personas ligadas afectivamente a ellos. La desaparición repentina de su ser querido, su ausencia insoportable, el agravamiento de su situación económica, la desestabilización y angustia familiar derivadas del secuestro, la amarga pena ocasionada a todos ellos fueron consecuencia directa de nuestra actuación y así lo reconocemos sin vacilar. Por eso mismo, nos presentamos aquí con la cabeza inclinada y el corazón en la mano, con la decisión sincera de pedir perdón por todas las conductas que reconocemos y aquellas ligadas a ellas. […] Esperamos que alguna vez puedan perdonarnos por el incalificable daño infligido. […] Hablamos con sentimiento de vergüenza, con la claridad plena de que los herimos a todos y todas en lo más sagrado de su corazón. También extendemos nuestra petición de perdón a la sociedad colombiana, a todos esos hombres y mujeres afectados de uno u otro modo por la incertidumbre y zozobra que generó la abominable conducta que practicamos por décadas” (Rodrigo Londoño Jiménez).

Si en el pasado, las víctimas y los guerrilleros miraban el secuestro y veían cosas distintas (barbarie, unos; heroísmo, otros), en el presente las miradas empiezan a coincidir: un acto de extrema de injusticia e inhumanidad, de daño, sufrimiento y cosificación, absolutamente inaceptable. Un acto que acaba con la dignidad del verdugo, por supuesto, pero también de la víctima y que, por tanto, debe ser reparado y nunca volver a repetirse. Esas miradas coincidentes son la paz y el paso a la reconciliación social.

Por supuesto, las víctimas esperan más; esperan ver los ojos aguados de los antiguos victimarios, poder llorar juntos, ver un sentido arrepentimiento. Es muy largo camino a recorrer para la reparación del daño, pero este es un gran paso, el primordial: el reconocimiento de los perpetradores del crimen de guerra de toma de rehenes, de que este produjo la violación derechos fundamentales de las víctimas, de que estuvo mal que realizaran estos actos y que nunca debieron cometerlos; reconocer ante las miles de víctimas y ante la sociedad la responsabilidad moral, política y jurídica por la injusticia cometida, expresarles respeto y darles satisfacción en el plano moral al reconocer los hechos y seguir profundizando el cumplimiento de sus deberes de verdad, justicia y reparación como firmantes del Acuerdo Final de Paz ante la Comisión de la Verdad, la Jurisdicción Especial para la Paz y la Unidad Especial de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas.

El secuestro causa severos daños a las víctimas (rehenes y familiares). Adquirió la dimensión de una práctica cruel, organizada, sofisticada y masiva en la guerra que golpeó a todos los sectores de la sociedad, como elemento del repertorio de violencia creado por los grupos armados insurgentes en confrontación con el Estado, arropados por una ideología violenta: la ideología revolucionaria que defiende el recurso a la violencia “ex parte populi” como medio para la transformación del statu quo, derrocar el orden imperante y sustituirlo por otro más justo.

Los recursos materiales disponibles son escasos para sostener la lucha revolucionaria, decían, y el desafío armado contra el Estado hace necesarios cada vez más recursos materiales, entonces “el fin justifica los medios”: la revolución lo vale todo y los medios que resulten efectivos a este propósito son aceptados como útiles y necesarios.

Las Farc, el ELN, el EPL, el M-19 convirtieron la toma de rehenes en una práctica, es decir, un método de violencia aplicado de manera reiterada según reglas técnicas y cálculos estratégicos: con orden, entrenamiento, distribución de funciones, bajo la dirección de superiores diestros, aplicando una doctrina que aglutina a los miembros de la organización armada y les aporta “sólidas convicciones” para administrar la violencia y ver al rehén como un objeto con valor de cambio.

Para estas mentalidades ideologizadas, si uno ha de salvar al pueblo, ha de endurecer el corazón y no cavilar en costes: “Hacer daño, asesinar, torturar es algo que, en general, se condena. Pero si estas cosas se hacen no por mi beneficio personal sino por un ismo –socialismo, nacionalismo, fascismo, comunismo, creencias religiosas fanáticas, por el progreso o por dar cumplimiento a las leyes de la historia– entonces está bien”, señalaba críticamente Isaiah Berlin.

Eso sucedió con el secuestro: en nombre de la persecución del cambio social y del progreso, los guerrilleros convirtieron la privación arbitraria y violenta de la libertad en un asunto operativo, sin consideraciones sobre la inhumanidad a la que sometían a las víctimas; suspendieron la conciencia moral y la sustituyeron por la eficacia técnica (cómo obtener la mayor cantidad de recursos, cómo chantajear al adversario con el uso instrumental de rehenes) sin apenas percibir que había seres humanos que por su obra sufrían física y moralmente: eran humillados y llevados al nivel de la primitiva supervivencia, envejecían, enfermaban o morían en cautiverio.

El acto de ayer es un símbolo de los avances de la paz, de los recursos al diálogo y la política para tramitar conflictos y de la renuncia definitiva a someter y asesinar seres humanos en nombre de una idea.

Es profesora de filosofía del derecho y directora del grupo de investigación justicia y conflicto en la Universidad Eafit. Se doctoró en derecho en la Universidad de Zaragoza. Sus áreas de interés son teoría de la justicia, derechos humanos, guerra irregular en Colombia, derecho internacional humanitario,...