La Constitución de 1991 definió a Colombia como una nación pluralista. Esta noción tiene, al menos, dos dimensiones. La primera tiene que ver con la apertura de nuestro país a todas las formas de pensamiento y fe religiosa que sean compatibles con los valores de respeto a la convivencia civilizada, e implica una concepción laica de la sociedad y del Estado.

Por eso llama tanto la atención que el Procurador General se comporte, en el ejercicio de sus funciones, de manera que no es compatible con los principios constitucionales que ha jurado defender. No puede ser legítimo, por ejemplo, que establezca un templo católico en la institución que dirige. Tampoco que insista en desconocer, con fundamento en consideraciones religiosas, las decisiones de la Corte Constitucional que han permitido, bajo circunstancias de cuya racionalidad pocos dudan, la práctica del aborto.

La otra dimensión de ese pluralismo consistiría en que somos un país multiétnico. ¿Hasta qué punto esto es verdad? Según el censo de 2005, el 10.6% de la población es afrocolombiana; el 3.4% indígena; y el 0.01% gitana. El censo menciona como una categoría separada a las comunidades raizales del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina pero, hasta donde he podido indagarlo, no las contabiliza; y ni siquiera menciona a la comunidad judía de cuyo carácter étnico nadie se atrevería a dudar, como tampoco del importante papel que ha tenido en el progreso de esta esquina del continente.

Como el propósito del censo consistió en hacer visibles a estas etnias minoritarias,  omite señalar una característica central de Colombia que mucho ha contribuido a la formación de la nacionalidad: más del 85% de los colombianos somos mestizos como producto del prolongado proceso de intercambio sexual entre la población amerindia que habitaba el territorio de la actual Colombia en el momento de la conquista española, los aventureros hispánicos y la población negra que fue esclavizada y desarraigada de su África nativa para que se ocupara del laboreo de las minas.

Como los factores determinantes de este mestizaje son antiguos, y como, de otro lado, nuestro país, al contrario de casi toda Suramérica, no fue receptora de masivos flujos migratorios durante el siglo XX, la mezcla racial ha cambiado poco. En 1778 la población era de un millón de habitantes distribuidos así: blanca (mestiza) 80%; 15% indígena; 5% negra. En el margen, el mestizaje ha aumentado.

Lo probable es que este perfil demográfico se mantenga o acentúe en el largo plazo. Por razones culturales, la población indígena no se mezcla con el resto y tiene una tasa de crecimiento que supera la media nacional; sin embargo, la mejora en sus condiciones de salubridad y la caída esperada de las tasas de fecundidad, no permiten vaticinar altos crecimientos. El patrón demográfico de las comunidades negras concuerda con el general pero como sus integrantes son más propensos a la exogamia, tampoco parece factible que aumente su participación en las cifras agregadas.

Somos -y todo parece indicar que, en el largo plazo, seremos- un país mestizo más que multiétnico. Esta característica siempre ha sido considerada un elemento valioso por la historiografía patria. Jaime Jaramillo Uribe, en su ensayo “Algunos aspectos de la personalidad histórica de Colombia”, dice: “Vista la historia social hispanoamericana desde la perspectiva del proceso de formación de naciones en el sentido moderno y del paso de una sociedad de castas o grupos socio-raciales como fue la sociedad colonial, hacia una sociedad de clases, con mayor fluidez y dinamismo, Colombia ocupa una situación intermedia, pero de acentuado carácter positivo”.

En este mismo sentido vale la pena traer a colación el testimonio de Amartya Sen. En la espléndida autobiografía que escribió cuando le fue concedido el premio Nobel de Economía, destacaba la inconveniente preponderancia que se dio, a partir de los años cuarenta del siglo pasado, a las identidades religiosas de los pueblos que hoy conforman la India, Pakistán y Bangladesh; cree que habría sido mejor persistir en los valores de una nacionalidad y cultura compartidas durante milenios. El horror de los enfrentamientos actuales en esa región entre musulmanes e hindúes le da la razón.

Dicho lo anterior, es preciso reconocer que las etnias minoritarias padecen un rezago relativo frente al resto de la población, como evidentemente lo demuestran las cifras de expectativas de vida, educación y nivel de ingreso. Para algunos, en general situados a la izquierda del espectro político, esa situación obedece a inveteradas prácticas discriminatorias. Para quienes se ubican en las antípodas, la causa determinante consiste en que las comunidades indígenas y negras viven en regiones poco propicias al desarrollo económico.

Ambas posiciones son correctas. No se puede desconocer que esa discriminación existe aunque, de ordinario, es implícita o indirecta (no suelen presentarse casos de violencia racial).  No es menos cierto que la geografía cuenta en términos económicos; es mucho más difícil salir de la pobreza en el Chocó que casi en cualquier otro sitio del territorio nacional. Además, resulta incuestionable que estas colectividades han sido víctimas del desplazamiento en proporciones elevadas.

Hay que luchar, pues, contra  la discriminación y realizar esfuerzos coherentes por reducir la desigualdad racial.

Me queda por mencionar una cuestión compleja: la justificación de las políticas de discriminación positiva, fundamentadas en consideraciones étnicas, a favor de determinados individuos. Por ejemplo: las becas para educación a favor de indígenas o negros. Le llovieron palos a Héctor Abad Faciolince por señalar que esos mecanismos adolecen de un problema grave e insoluble: para aplicarlos con rigor se requieren certificados de pureza racial que son abominables.