Lina Scarpatti, autora del blog Mujeres en Travesía.
Lina Scarpatti, autora del blog Mujeres en Travesía.

A Nancy Mariana Mestre y a su padre, la sociedad colombiana les debe el eliminar la distorsión entre denunciar y callar, el no desfallecer hasta llevar a un feminicida tras las rejas, así como el señalar la necesidad de una justicia que acompañe las víctimas a lo largo de todo el proceso; no solo hasta en el momento de condenar al asesino o culpable.

Los feminicidios no prescriben. Fue ese el motivo principal por el que la presidenta del Alto Tribunal Federal brasileño decidió fallar a favor de la extradición de Jaime Saade Cormane. Ese no fue un simple homicidio e hizo bien la Interpol Colombia al colocarle las esposas púrpuras, símbolo de los crímenes derivados de violencia de género e ingresar al asesino de Nancy Mestre a Colombia escoltado por dos mujeres policías. Una imagen con tal potencia simbólica no la habíamos visto desde hace mucho tiempo.  

Nancy se lo merecía porque en este crimen fueron vulnerados todos sus derechos. Desde ingresarla desnuda, violada y con una herida de bala en el cerebro a una unidad de urgencias y no haber detenido a su agresor, hasta permitirle escapar tranquilamente y protegerlo en manera retórica con discursos que hoy se revisten de doble moral. Como aquel que pronunció Alberto Saade Abdala (padre de Jaime) en 1994, una semana después de haber fallecido la víctima, donde clamaba en una entrevista con el diario El Heraldo: “Que esto no le llegue a pasar a ninguna familia de bien de Barranquilla”. En la entrevista, con tono dramático, el patriarca de la familia Saade consolidaba su apellido a nivel de respetabilidad, diciendo estar orando en familia por Nancy, pero la respuesta del porqué se había escapado su hijo jamás la respondió.

En diversas ocasiones, y a través de declaraciones y comunicados de prensa, la familia del culpable reafirmó a los medios que se había tratado de un suicidio. Pero pasaron a los hechos cuando Martín Mestre declaró: “Hemos tenido la visita de dos personas amigas de ellos (los Saade), quienes han llegado más que a indagar por mi hija a reafirmar que ella se suicidó. No conforme con esas afirmaciones me han hecho advertencias de que no tomemos represalias”, edición del 9 de enero de 1994 del Heraldo.

Si en una sociedad las represalias vienen confundidas con justicia, esto quiere decir que en aquel 1994 estábamos ante un clásico caso de encubrimiento con intentos de persuasión, pero sobre todo de cara a una sociedad doblada por la ley del silencio ante el poder.  Aunque Martín Mestre Yúnez quiebra ese molde desde el inicio.

Ese padre que algunos medios han catalogado como “padre Coraje”, lejos de ser un halago, es la demostración de que en un país como Colombia armarse de determinación, ser disciplinado, formarse a nivel de inteligencia militar, crear perfiles falsos en redes sociales y no desfallecer son fundamentales para hacer justicia.  ¡En pocas palabras hacer que la justicia sea operativa, pero sin retaliación! Sobre todo, si el homicida es un reo ausente, o si como en otros casos la desaparición o asesinato de un pariente cercano no ha sido resuelto. Si bien es cierto que el padre de Nancy había recibido formación en la marina militar, el resto de los elementos contribuyeron a traer de vuelta al asesino de su hija hasta Barranquilla. 

Pero, la pregunta por hacerse es: ¿Cuántos padres y madres de familia tienen la posibilidad y la capacidad de iniciar un proceso de investigación que dure 30 años? ¿Cuántos poseen los recursos económicos, la paciencia, la asesoría y la racionalidad para no actuar bajo la consigna de la venganza? Porque así ha declarado de haberlo hecho el padre de Nancy Mestre en reciente rueda de prensa en la ciudad de Barranquilla. ¡Seguramente pocos! Las cifras de feminicidio en nuestro país son altísimas y no siempre el culpable viene identificado y sentenciado. 

A don Martín lo apoyaron Interpol, las amigas, los amigos cercanos y personas que sin conocer a Nancy difundieron información sobre su asesino a través de las redes sociales con la esperanza de que alguien tuviese el coraje de señalar.  En cambio, el paradero de Saade Cormane rondaba como un secreto a voces desde hace muchos años en Barranquilla. Rumores, conjeturas, pero jamás una señalización seria a las autoridades. 

Y es aquí cuando emerge el rol de la sociedad y de la propia estructura familiar del victimario. El caso Mestre está plagado de aquello que en Italia se conoce como omertá (del latín homo que significa hombre conectado con virilidad): una severa deformación cultural que lleva a que, en lugar de denunciar y acudir a la justicia, se apoye al victimario en todo aspecto. Todo con el objetivo de entrar en las gracias de quien comete el crimen o de sus congéneres porque dentro de estos códigos tergiversados impera un mal llamado “honor”,  que en una sociedad como la de aquella Barranquilla del 1994, prevaleció al proteger a Saade a través de un silencio que se aplica cuando se trata de señalar a alguien con conexiones en altas esferas. El asesino las poseía. De ahí se desprende la versión que involucra al menos a un responsable adicional en el crimen: versión jamás verificada, pero que permanecerá en el imaginario popular por siempre. 

Lo cierto es que a Jaime Saade Cormane se le permitió escapar tranquilamente para salir hacia el Brasil, país donde ya residía su hermano Jorge Luis trabajando como médico oncólogo. El feminicida residió en Belo Horizonte, Estado de Minas Gerais, con una falsa identificación y falso carné profesional de médico, aspectos que no pasan desapercibidos dentro del perfil de narcisista y prófugo. 

La pregunta que quizás nadie se hizo en esa Barranquilla provincial, pero sobre la cual reflexionamos en este momento de la historia es: ¿por qué un hombre de 31 años, graduado como ingeniero frecuentaba una jovencita de 18 años que ni siquiera había terminado el bachillerato? La respuesta es el control, la manipulación, la hipotética facilidad con la que se maneja a una mujer de menor edad y menos experimentada que su asesino. Quizás fuese normal en aquel entonces esa diferencia, pero la realidad es que Saade Cormane escogió víctima y familia equivocadas. Nancy no era una jovencita de bajo perfil.

Sus amistades reconocían a Nancy como segura de sí misma, dulce y devota de sus estudios. Incluso era cuadro de honor en un prestigioso centro educativo de altísima calidad académica y pensaba en emigrar hacia los Estados Unidos para estudiar una carrera universitaria la segunda mitad de ese 1994. Esto le confesó emocionada, el mismo día de su muerte, a su padre. ¡Una mujer con ambiciones!  

Nunca sabremos si Nancy vivió un período previo de control por parte de su agresor. Lo que sí podría encajar en esta tipología de delito es que cuando la denominada víctima desea ejercer su libertad y no hay manera de convencerla, se convierte en el detonante para llegar a la agresión física y a su muerte. Los estudios de violencia de género y feminicidios lo demuestran. Siempre que un caso se resuelve surge un interrogante con respecto a la víctima: ¿qué hubiese sido de Nancy? Seguramente hubiese conducido la vida de una mujer segura, independiente y muy estructurada, un perfil que no encajaba en los planes de su feminicida.

Martín Mestre Yúnez vivió treinta años de calvario que aparentemente finalizaron la semana pasada. Ahora, quizás le quedaría por preguntarle, cara a cara, al asesino de su hija por qué lo hizo, por qué escapó, quiénes le ayudaron a hacerlo o cuántos otros implicados están involucrados en uno de los casos más emblemáticos que Barranquilla vio surgir en las dos últimas décadas del siglo pasado. Lo único cierto es que aquí no vemos la figura del simple “héroe”, eso sería reductivo. El mensaje del caso Mestre es tan potente que contrasta y esclarece todo lo que empaña la contraparte. Es el ejemplo de cómo saber aliarse con la justicia con los instrumentos a disposición, agarrándose de estos y de la convicción de la importancia de dar el mensaje de que el sistema jurídico no es burlado, ni manipulado al antojo del poder y mucho menos desdibujado por un sistema viciado que condiciona una distorsión grotesca de los valores, en los cuales callar y consentir son la ley. 

En este caso, prima todo aquello que hará cuestionar a la ciudadanía y al país sobre futuros casos y los que quedan por resolverse porque nuestra sociedad, la justicia colombiana  y la ciudad de Barranquilla les debe mucho a las tantas víctimas y a las familias que cada año vienen afectadas por feminicidios. Queda solo por decir que la familia Mestre siembra un precedente en la justicia colombiana mientras alimenta la llama para que muchas otras no desfallezcan, para que el sistema jurídico y penal colombiano actúe en manera decente y equilibrada en las investigaciones, procesos penales y acompañamiento, recursos a disposición y sostenimiento, ya que no todos pueden permitirse asesoría adecuada y mucho menos abandonar la vida laboral en aras de resolver con sus propios medios un crimen. Se lo debemos a Nancy, se lo debemos a tantas otras mujeres cuya pérdida enseña que no se actúa por retaliación, sino por construir una sociedad sana donde la justicia es un derecho, no una represalia.

Lina Scarpati es graduada en Comunicación Social con énfasis audiovisual en la Universidad del Norte (Barranquilla, Colombia). En el 2001 obtiene una beca para estudiar Marketing cultural en la Universidad de Bologna, donde comienza su carrera en Italia trabajando en producción de documentales, comunicación...