Lucas Ospina, columnista de La Silla Vacía.

1.  La democracia reside en la mediocridad

 Los griegos preferían la mediocridad y la mesura, bajo un horizonte de acción que prevenga ante los excesos y tienda hacia la igualdad. “Amamos la belleza —decía Pericles— con moderación y el conocimiento sin relajación. Nos servimos de la riqueza más como oportunidad para la acción que como pretexto para la vanagloria”. 

La dimensión de la mediocritas de ayer no es la misma de hoy. 

Evelio Moreno Chumillas, filósofo de la Universidad de Barcelona, en su artículo “La democracia reside en la mediocridad”, argumenta que la democracia griega surgió no como un ideal sublime, sino como una necesidad pragmática que evite malos gobiernos y tiranos. Chumillas critica la democracia actual, la ve como un medio para la trascendencia personal de los políticos, centrada en el lucimiento personal y no en la igualdad y la mesura, o mediocritas, originales. 

El origen etimológico de la palabra mediocridad es “medio” o “común” algo que, en principio, no suena tan mal como “ordinario”, “vulgar” o “mezquino”. Jorge Luis Borges decía que “Todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes”. Si la perfección es enemiga de lo bueno, la mediocridad, en su sentido original, es el ejercicio adulto de hacer lo mejor posible con los medios disponibles y enseñar, mediante la acción y ejecución, a aceptar esa medianía. 

Un sistema de poderes y contrapoderes está ahí para el cuidado de lo mediocre y, más que ponerle freno al gobierno, lo que hace es impedir que la pretensión irrealizable de excelencia de un tirano y su estado idílico de opinión se convierta en la medida de todas las cosas. 

El presidente Gustavo Petro, en vez de buscar la historia, podría buscar la mediocridad en su mandato y enseñar, lo que intentaba enseñar otro profesor, Francisco Gutiérrez, cuando decía hace poco en una columna que “con respecto al ambiente crispado y feroz que estamos respirando, creo que no hay ninguna solución viable que no caiga lejos de las siguientes cuatro palabritas: “alternación en el poder”, una expresión eminentemente democrática”.

Eso sería lo histórico de este gobierno, y Petro pasaría a la historia si ayudara a este país a madurar en lo político y a ver que estos cuatro años no fueron, como tantos esperaban, el fin del mundo. Este sería el gobierno en el que se dejó de usar el miedo como discurso político para vender seguridad, como si la ciudadanía fuera un infante al que se le asusta con el coco para que se acoja a la protección de un gobierno patriarcal. 

Jorge Iván Cuervo lo decía mejor en una columna reciente: “¿De dónde saldrá este miedo a Petro? ¿Será una reacción a su estilo confrontacional o será que su propuesta de cambio los dejó en evidencia de que no tienen nada que ofrecer, como no sea el manido argumento de impedirnos caer en el castrochavismo? ¿O que un Gobierno que propone una mirada diferente de la relación poder-ciudadano los deja como una élite aferrada a privilegios que no están dispuestos a perder, incapaz de pensar en transformaciones que mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos, más allá de las narrativas auto condescendientes que les han hecho creer que vivimos en una suerte de paraíso que con dos o tres programas de subsidios focalizados se mejora?”

2. “Petro, ya eres historia”

En 20 años alguien caerá en cuenta: entre los años 2022 y 2026 hubo un presidente de Colombia llamado Gustavo Petro. El dato será útil para la trivia de un concurso de quién quiere ser millonario; para la prueba memorística de un anacrónico examen escolar; o para la planilla de control de un contratista estatal a cargo de llevar el inventario de la Casa de Nariño y que, para efectos de seguros, cuenta el número de retratos presidenciales expuestos en un corredor perdido donde cada mandatario permanece congelado en el vanitas pictórico de la galería del poder.

Gustavo Petro ya pasó a la historia, alguien debería susurrarle al oído: “Petro, ya eres historia”. 

Porque lo que vemos es a un alto sacerdote que invoca lo histórico como sortilegio, como un abrakadabra que, por algún determinismo mágico de la Historia, convierte cada pacto, cada acción, cada entrevista, cada réplica, cada discurso, cada novedad, cada trino, cada suspiro, en Historia. Se trata de una poderosa ilusión que prolonga el pasado, invita al futuro, pero le resta peso al aquí y ahora de la política de gobernar. Es como si Petro se petrificara ante la mirada de la Medusa de la Historia y, convertido en piedra, extendiera el hechizo paralizante a lo que toca.

3. La belleza es lo difícil

Dos fueron los motivos que me llevaron a votar por la dupla Petro-Márquez en las elecciones presidenciales.

Uno fue ver con asombro y extrañeza la llegada de Gustavo Petro y Francia Márquez a la más alta instancia de poder: Petro, como líder social, pudo haber sido asesinado hace décadas; pudo haber muerto como estudiante y luego como personero y consejero municipal en Zipaquirá; pudo desaparecer como persona en rebelión, como guerrillero, como preso torturado en un cuartel militar; como persona privada de la libertad en una cárcel por más de un año; como ciudadano libre antes de exiliarse, como representante a la Cámara, como político al que se le decreta la muerte política, como senador, como alcalde destituido y vuelto a posesionar, como candidato a la presidencia amenazado, atacado, protegido y, al final, vencedor por suerte, por convicción, por contraste y por descarte en el juego electoral.  

La posibilidad de votar por dos sobrevivientes me pareció significativa por lo inusual, bella por lo difícil, única en el momento histórico en que nos tocó vivir. Votar por Petro y Márquez fue votar por esa persona lejana a los apellidos hidalgos de las élites criollas de familia, tradición y propiedad; fue votar por todas las personas que aquí asesinan o planean asesinar semana a semana y que se pierden en el paisaje de la estadística del muerto diario, de la persona ejecutada por ejercer algún tipo de liderazgo social que sucede, sobre todo, en el aquí y ahora de la política bajo el horizonte de servir a una comunidad ante el embate de los ejércitos. Hace unos días vimos cómo estas amenazas no solo se extienden a la persona que ejerce un liderazgo social, se extienden a su familia: el padre y el sobrino de la vicepresidenta de Colombia sufrieron un atentado: dos sicarios le dispararon cuatro veces a la camioneta que los transportaban por una ruta municipal.

El segundo motivo que me llevó a votar por Petro está relacionado con querer ver un cambio en la política de seguridad: no volver a ver, al menos por cuatro años, a un ministro de defensa justificar el bombardeo a campamentos con menores de edad y, por extensión, ver cómo el Estado envía un mensaje de permisividad y fuero que se extiende a cualquier actor de la fuerza militar y policial. 

En Bogotá, hace unos meses, bastó un cambio de gobierno en la Alcaldía con una tendencia política más cercana a los hábitos del poder tradicional para que la fuerza de choque policial del ESMAD se envalentonara de nuevo y volviera a la tradición de provocar a manifestantes y atacar: esta vez, a un grupo de mujeres adultas y menores de edad que celebraban el día de la mujer en la plaza de Bolívar. El alcalde pidió una investigación y farfulló algo cercano a unas disculpas, pero es claro que solo basta con un cambio de un grado en los mensajes de las jerarquías, para que en el teléfono roto de la cadena de mando vuelva con vigor la represión, el ataque que vimos hacia la ciudadanía, por ejemplo, durante el Paro Nacional.

4. La agonía del difunto

Es posible que el agonismo de Petro, ese carácter de luchador, oponente, combatiente, se deba a su vida en la represión, cercana en tantas ocasiones a la agonía: el afán de hacer historia viene de esa pulsión agónica que quiere gozar con ansias de lo histórico en vida. “¿Qué ha hecho la posteridad por mí?”, dice una máxima del marxismo (del marxismo del artista de la comedia Groucho Marx).

Lo agonístico también tiene su vector político: se trata de un político que reconoce la legitimidad del oponente y, en su lucha por la hegemonía, conduce el conflicto a través de las instituciones. El afán de Petro por ser histórico lo lleva a ser agónico, a mirar los pies de citas como lector puntilloso y, por ejemplo, ahora intenta sembrar en el pasado, en la letra menuda de los Acuerdos de Paz, la apuesta por una Asamblea Constituyente que, en su discurso de estos meses, cambia de forma de acuerdo al contexto en que la presenta. Petro lleva semanas de casting, a la búsqueda de actores del reparto social que interpreten en masa su guion de poder constituyente: comunidades, universitarios, sindicatos, asociaciones, “pueblo”.

A mitad de su mandato, el Petro histórico se muestra impaciente, ya no se le percibe la jovialidad de cuando recibió el cargo y, sobre todo, preocupa ver, como lo dijo hace poco Jorge Iván González, exdirector de Planeación Nacional del Gobierno Petro, que “los grandes temas del plan de desarrollo no son los temas de preocupación del presidente”.

5. Síndrome de hybris

La frase “Si quieres conocer una persona, dale poder”, a la luz de esta época de avances en medicina se ha reformulado: ¿qué cambios produce en el cerebro, en las conductas y en el cuerpo de una persona el ejercicio de un alto poder en la política? 

En la Grecia antigua la hybris era un castigo lanzado por los dioses a la desmesura propia de los excesos del orgullo y la arrogancia: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.

El poder político como castigo lleva a esa locura: el afán de ser histórico, de ser más que el resto de los hombres, de pasar de servidor público, funcionario, a máximo jerarca, enloquece.

El científico, político y excanciller británico David Owen estudió el poder desde el foco de la neurología y en su libro En el poder y la enfermedad le dio un nombre al trato que detectó en un amplio estudio de casos: El síndrome de hybris.

Toda persona que llega a un alto cargo debería leer ese libro como si fuera un manual de autoayuda y pegar las máximas de este resumen junto al espejo de su baño privado, para que así las urgencias del día dejen algo de espacio para lo más importante, conocerse a sí mismo:

(1) una inclinación narcisista a ver el mundo, primordialmente, como un escenario en el que pueden ejercer su poder y buscar la gloria, en vez de como un lugar con problemas que requieren un planteamiento pragmático y no autorreferencial;

(2) una predisposición a realizar acciones que tengan probabilidades de situarlos a una luz favorable, es decir, de dar una buena imagen de ellos;

(3) una preocupación desproporcionada por la imagen y la presentación;

(4) una forma mesiánica de hablar de lo que están haciendo y una tendencia a la exaltación;

(5) una identificación de sí mismos con el Estado hasta el punto de considerar idénticos los intereses y perspectivas de ambos;

(6) una tendencia a hablar de sí mismos en tercera persona o a usar la forma regia del «nosotros»;

(7) excesiva confianza en su propio juicio y desprecio del consejo y la crítica ajenos;

(8) exagerada creencia –rayando en un sentimiento de omnipotencia– en lo que pueden conseguir personalmente;

(9) la creencia de ser responsables no ante el tribunal terrenal de sus colegas o de la opinión pública, sino ante un tribunal mucho más alto: la Historia o Dios;

(10) la creencia inamovible de que en ese tribunal serán justificados;

(11) inquietud, irreflexión e impulsividad;

(12) pérdida de contacto con la realidad, a menudo unida a un progresivo aislamiento;

(13) tendencia a permitir que su «visión amplia», en especial su convicción de la rectitud moral de una línea de actuación, haga innecesario considerar otros aspectos de ésta, tales como su viabilidad, su coste y la posibilidad de obtener resultados no deseados: una obstinada negativa a cambiar de rumbo;

(14) un consiguiente tipo de incompetencia para ejecutar una política que podría denominarse incompetencia propia de la hybris. Es aquí donde se tuercen las cosas, precisamente porque el exceso de confianza ha llevado al líder a no tomarse la molestia de preocuparse por los aspectos prácticos de una directriz política. Puede haber una falta de atención al detalle, aliada quizá a una naturaleza negligente. Hay que distinguirla de la incompetencia corriente, que se da cuando se aborda el trabajo, necesariamente detallado, que implican las cuestiones complejas, pero a pesar de ello se cometen errores en la toma de decisiones.

6. Pasar al otro lado

 “¡Oh hermanos míos, quien es una primicia es siempre sacrificado! Ahora bien, nosotros somos primicias. Todos nosotros derramamos nuestra sangre en altares secretos, todos nosotros nos quemamos y nos asamos en honor de viejas imágenes de ídolos. Lo mejor de nosotros es todavía joven: esto excita los viejos paladares. Nuestra carne es tierna, nuestra piel es piel de cordero: ¡Cómo no íbamos nosotros a excitar a viejos sacerdotes de ídolos! Dentro de nosotros mismos habita todavía él, el viejo sacerdote de ídolos, que asa, para prepararse un banquete, lo mejor de nosotros. ¡Ay, hermanos míos, cómo no iban las primicias a ser víctimas! Pero así lo quiere nuestra especie; y yo amo a los que no quieren preservarse a sí mismos. A quienes se hunden en su ocaso los amo con todo mi amor: pues pasan al otro lado”.

—“De tablas viejas y nuevas”, Así habló Zaratustra, Fiedrich Nietzsche