No puede sorprender que en un país azotado por largos ciclos de violencia generalizada, se hayan adoptado, desde los comienzos de la República, fórmulas extraordinarias para superarlos. En la Constitución de la Nueva Granada, que fue expedida en 1832, se dispone que corresponde al Congreso “conceder indultos generales cuando lo exija algún grave motivo de conveniencia publica”. Esto es, en esencia, lo mismo que establece la Carta Politica vigente. Como nada impide que estos beneficios se otorguen bajo las condiciones que el Congreso establezca con plena autonomía, no era en rigor necesario reformar la Constitución para consagrar las nuevas reglas de justicia transicional.

Como se recordará, Uribe sostuvo durante su gobierno que en Colombia no había “conflicto armado interno” sino “amenaza terrorista”. A mi juicio esto último es correcto, pero no lo es negar la existencia de una confrontación bélica antigua, motivada por razones políticas, así estas se hayan diluido como consecuencia del narcotráfico y, en años recientes, la minería ilegal y la captura de regalías.

Aceptar su existencia no conduce a poner en duda la estabilidad del país; la guerrilla perturba la vida social pero no genera riesgo apreciable para las instituciones. Además, negar la confrontación hace muy difícil justificar que el pasado gobierno tuviere un consejero de paz.

Santos ha llevado el reconocimiento del conflicto armado a la Constitución misma. Esto no da ventaja alguna a la subversión pero es indispensable para que pueda darse en algún momento -que puede hallarse muy distante- una negociación de paz: ningún Estado serio negocia, en el ámbito político, con delincuentes comunes.

Suele reconocerse que los abusos cometidos por la guerrilla dieron lugar al surgimiento de grupos armados de autodefensa o paramilitares. Pero también hay consenso en cuanto que ellos han desaparecido como consecuencia de la mayor capacidad de la Fuerza Pública para proteger a la población. Lo que hoy denominamos las Bacrim, son grupos armados carentes de toda motivación política para los que debe quedar clausurada cualquier posibilidad de negociación por fuera de las reglas ordinarias contempladas en la legislación penal. Es lo que hace, con buen criterio, la reforma constitucional.

El fallo del Tribunal de Bogotá, que condenó al Coronel Plazas a una pena de prisión draconiana, y a la cúpula castrense a realizar una ceremonia de expiación por los crímenes que se cometieron en la retoma del Palacio de Justicia, puso de presente una paradoja: mientras algunos militantes del M-19, que fue el primer responsable de esa tragedia, ocupaban, gracias a una amnistía generosa, importantes puestos públicos, los militares que los combatieron en defensa de la sociedad iban a parar con sus huesos a la cárcel.

Un hondo sentido del honor explica que la cúpula castrense hasta ahora haya rechazado cualquier tratamiento penal de excepción para sus integrantes. Al permitir que los beneficios contemplados en el marco juridico para la paz se apliquen a los “agentes del Estado”, por los delitos que hayan cometido por su participación en el conflicto, militares y policías serán tratados bajo las mismas reglas aplicables a sus adversarios. Esta vez, por fortuna, el alto mando guardo discreto silencio.

Es justo que así suceda. Todos los conflictos, especialmente cuando son tan prolongados como el nuestro, tienden a degradarse. Si bajo determinadas circunstancias los integrantes de un bando tienen derecho a un tratamiento más benévolo que el previsto en la legislación ordinaria, la misma regla debe aplicarse a sus adversarios.

Dado el carácter excepcional de las normas de justicia transicional, los criterios de priorización y selección en la acción punitiva del Estado le son inherentes. Ellos se plasman, por ejemplo, en la posibilidad de “centrar los esfuerzos en la investigación penal de los máximos responsables de todos los delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa humanidad, genocidio, o crímenes de guerra cometidos de manera sistemática”. Con base en ese mismo principio “se podrá autorizar la renuncia condicionada a la persecución judicial penal de todos los casos no seleccionados”.

Acosado por las persistentes criticas de Uribe, el Gobierno ha afirmado que las nuevas normas no implican impunidad. ¡Claro que sí¡ Las citas que acabo de realizar demuestran que, en ciertos, casos -los menos graves- los autores de los delitos pueden quedar impunes. Este es el precio que se paga por focalizar la acción del Estado en los máximos responsables y en los autores de los crímenes de mayor entidad. Toda ley de Justicia transicional implica un cierto sacrificio de los valores de la justicia en aras de conseguir la paz.

Es obvio que si el conflicto interno finaliza, aunque subsistan frentes y cuadrillas dedicadas a actividades delictivas, Colombia podría recibir un “dividendo de paz” representado por mayor crecimiento y, por ende, avances significativos en la lucha contra la pobreza. La reforma dispone que los recursos que se liberen por este motivo se destinen a la inversión social y al financiamiento del post conflicto. Conviene haberlo escrito en la Carta.

Para finalizar anoto que, de varias maneras, estamos aprendiendo de las experiencias derivadas de la Ley de Justicia y Paz. Destaco dos: A) Se ha cambiado el orden de los factores; primero se han establecido las reglas para que el Gobierno y los movimientos subversivos sepan de antemano que se puede negociar; luego podrían venir las negociaciones cuando el Presidente crea que el momento es propicio. B) No todos los mecanismos de la nueva justicia transicional tendrán que ser judiciales. Útil flexibilidad que permite actuar, en aspectos de menor entidad, mediante mecanismos administrativos que pueden ser más expeditos.