Es normal que en el proceso de desarrollo económico la participación del sector agropecuario en la generación del producto se reduzca. Que así suceda es consecuencia del proceso de agregación de valor a la producción primaria, que, a su vez, es  resultado del progreso tecnológico. Si, por ejemplo, las naranjas llegan al consumidor final sin ningún grado de elaboración, su valor se imputa al sector agropecuario, pero si se las procesa para poderlas conservar o extraer su jugo, los valores finales hacen parte del excedente industrial.

De este modo, la participación del agro en los países más pobres del mundo, Etiopía o Burkina Faso, es de alrededor del 50% del PIB, mientras que en Francia o los Estados Unidos, es de menos del 4%. Este tipo de dinámicas se da también en Colombia; en la actualidad, el sector agropecuario representa algo así como el 8.5% del producto, lo cual puede ser normal habida cuenta de nuestro nivel de desarrollo. (No lo es, sin embargo, su caída abrupta en años recientes, que es problema grave y distinto).

Lo anterior no puede ser entendido como si la Colombia rural no fuera importante, que lo es en alto grado. De una población total que ya supera los 44 millones, más de 10 viven en el campo. Los índices de pobreza rural (64%) son mucho mayores que los urbanos (39%), como lo son los que miden las necesidades básicas insatisfechas, el grado de escolaridad y  las expectativas de vida.

En un país tan desigual como el nuestro, la inequidad en la distribución del ingreso y la riqueza es mucho mayor en el campo que en la ciudad. Y para recordar lo obvio, los problemas de violencia y desplazamiento han golpeado las zonas rurales con persistencia y profundidad desoladoras. Hace bien, por lo tanto, el gobierno actual en ocuparse de afrontar los problemas que padece.

En el primer año de gobierno el esfuerzo estuvo dedicado a lograr el respaldo del Congreso para la  aprobación  de la Ley de Víctimas y Tierras.  Aun cuando fue arduo ejercicio, es apenas el comienzo de una tarea descomunal que implica evitar que sigan asesinando a los líderes de las comunidades que fueron despojadas de sus parcelas; lograr que quienes las recuperen, en efecto, puedan (y quieran) explotarlas; y si así fuere, cuenten con el acompañamiento requerido. Experiencias previas, como las reformas agrarias de los gobiernos de López Pumarejo y Lleras Restrepo, concluyeron en el fracaso.

Por estos días ha finalizado la reforma del programa Agro Ingreso Seguro, el cual, de ahora en adelante, pasará a llamarse Desarrollo Rural con Equidad, DRE. El cambio de nombre está justificado. Los empresarios del campo (en realidad, ninguno) no deben recibir subsidios y, menos aún, recursos públicos gratuitos como sucedió en el pasado reciente. Solo podrán beneficiarse del programa si cumplen el papel de “articuladores”; es decir, si participan en programas conjuntos con medianos y pequeños productores. Esto es justamente lo que ha sucedido con notable éxito en el Magdalena Medio con los cultivos de palma. A través de contratos que garantizan la compra a precios preestablecidos, se ha hecho posible que los cultivadores aseguren un ingreso remunerativo, mientras que los empresarios se benefician al recibir con regularidad las materias primas que requieren para las plantas extractoras de aceite.

Para que un programa centrado en el apoyo a la población campesina tenga impacto tiene que ser masivo. Cabe preguntar si el Ministerio de Agricultura tiene la capacidad operativa para una empresa tan ambiciosa. Siempre lo he visto como una entidad  macrocefálica, que puede pensar bien pero que tiene dificultades para ejecutar. La solución, me parece, consiste en dar protagonismo creciente a las secretarias de agricultura de los departamentos. Algunas deben ser muy débiles pero, con una tutoría  adecuada, pueden fortalecerse como operadoras de programas nacionales.

Ahora bien: estos dos programas, aunque importantes, deben imbricarse en el contexto  de una política integral para el sector rural que recoja los enormes cambios en el entorno que han venido ocurriendo. El gobierno ha dicho, con buen juicio, que es una de sus actuales prioridades.

El deterioro de los términos de intercambio, consistente en que los bienes que los países pobres y de ingreso mediano exportan pierdan valor relativo frente aquellos que deben importar (bienes primarios y materias primas, en el primer caso; manufacturas, en el segundo) ya no sucede. Los productos del agro han ganado precio de manera estructural como consecuencia del crecimiento de la población mundial, la demanda por biocombustibles y los incrementos en la capacidad de consumo de la China y la India.

Este es, por consiguiente, el momento de abandonar las políticas proteccionistas que han sido tradicionales -y que son una de las causas del bajo dinamismo del agro- para volcarnos, como lo han hecho con notable éxito Brasil, Perú y Chile, hacia los mercados externos. Por eso no me parece adecuado, como lo propone el nuevo programa de Desarrollo Rural con Equidad, que entre los cultivos elegibles se encuentren el trigo, la avena y la cebada, los cuales, hasta donde sé, no son competitivos. Sería mucho mejor apoyar a los campesinos que los cultivan para que dediquen sus energías al cultivo de productos que tengan una demanda elevada en los mercados doméstico e internacional. Frutas y hortalizas, por ejemplo.

No comparto el paradigma, que muchos defienden, según el cual los países deben producir una proporción mínima de los alimentos que consumen. Esto tiene sentido en el caso de un país que, como consecuencia de un conflicto internacional, pueda verse sometido a un bloqueo que le dificulte el abastecimiento; ese no es el caso de Colombia. Tratándose de alimentos, lo que importa es tener acceso, que es un problema económico y logístico, no productivo. Si nos resultara más rentable producir -y exportar- café, flores y aceite, que no son alimentos, en vez de trigo o cebada, que lo son, aquello es lo que debemos hacer aplicando el principio de las ventajas competitivas en el comercio internacional.  

Otra gran falencia de la política agrícola tradicional, que está centrada en apoyos, generalmente subsidiados, a los productores de mayor capacidad de lobby, es la debilidad en el suministro de bienes públicos para el sector rural, tales como nuevas tecnologías, servicios meteorológicos, centros de acopio, microseguros, regularización de cauces, estabilización y mejora de la red terciaria de carreteras, etc.

Por último, el auge masivo de dólares derivados del auge minero y del financiamiento parcial del déficit fiscal en moneda dura, contribuyen a la apreciación estructural del peso. Esta circunstancia crea una amenaza gigantesca para la producción nacional agropecuaria e industrial. El país tendría que preocuparse más de las fuentes del crecimiento que de su tasa.