Por: Casa de las Estrategias. 

 
Los estafadores de narcos
Una tiene que ver con los jarrones de la dinastía Chen-Tsung, de China, que compró Pablo Escobar, la otra tendrá que ver con una supuesta escultura de Botero vendida a alias El Caracol, capo costeño, la cual resultó falsa.
En la primera, Pablo Escobar descubrió, a través de un curador que le dijo que los jarrones eran replicas hechas con barro de Ráquira, que sus jarrones eran falsos. Esto, hizo que Escobar mandara a asesinar en 1984 al hombre de Envigado que le había vendido la pieza. En la segunda, la pieza fue intentada vender después de que el Caracol fuera extraditado, pero resulto siendo falsa. Al parecer, fue sacada de un molde en Medellín. 
Actualmente, en la base de incautaciones de arte de la Dirección Nacional de Estupefacientes se encuentran 381 registros entre pinturas y esculturas principalmente, de estos, 40 han resultado ser piezas falsas. 
 
Decorar haciendas
Varias de estas piezas incautadas por el DNE son “Boteros”, el cual hace parte de los artistas que se hicieron comerciales y valiosos como material de intercambio y de prestigio y en la anécdota se ponen de manifiesto dos aspectos: por un lado el narcotráfico entró en este mercado afectándolo en el mediano plazo y, por otro lado, estafadores vinculados al negocio del arte, tuvieron como víctimas a los mismos narcotraficantes, lo que muestra la complejidad de los mercados y las rentas colombianas atravesadas por la ilegalidad.
Esta última parte nos pone ante la inutilidad de buscar una superioridad moral del artista en abstenerse de que su obra termine en manos de los narcotraficantes, por la misma claridad que necesitamos aquellos que no sabemos de arte sobre la escasa participación del artista, en la venta y distribución de su obra una vez adquiera un reconocimiento y un cierto valor comercial. Aquí tocaría señalar las prácticas acostumbradas de los intermediarios y los galeristas que tenían en la venta un asunto central y fuera de discusión.
Esta dinámica naturalizada para el arte, que contaba con negociantes iguales que en otros campos, desajustó el precio del arte colombiano eliminando posibilidades de internacionalización y el funcionamiento de los museos y galerías que creara un público más real (sincero) en nuestras ciudades. Marta Traba en la Bienal de Arte de 1981 declaraba que era más caro un cuadro de un principiante en Colombia que uno de Picasso en París, lo cual, para ella, reflejaba un problema ético.
Las obras terminaron en fincas y haciendas, como nos contaba un artista al que le pidieron que firmara su obra en el Magdalena Medio después de ganar un concurso en Medellín. Entre caballerizas las obras de arte quedaron lejos del intercambio con mayor densidad en las ciudades y fuera del alcance de la clase media.
 

 
 
Botero
Más allá de la distribución, la producción sufrió, lo que un académico como Fernández, plantea como una predisposición de la pintura y la escultura hacia lo decorativo. Dentro de la discusión por lo estético encontramos también la reflexión de  sobre la representación de la violencia en Colombia y las pinturas de Botero.
En la época de mayor impacto violento del narcotráfico las obras de Botero pasaban por la representación de hechos que se imaginaban como “naturales” o “propios” de lo que nos definía como colombianos. Aquí la obra de él estaba en clave de estereotipación, es decir, lo que se imaginaba de la violencia en Colombia pasaba por abstraer algunos símbolos propios de la “tradición” latinoamericana y colombiana para yuxtaponerlos con un presente violento que no consistía simplemente en un dictador o una iglesia presenciando una “masacre”.
Cabrera muestra que las declaraciones de Botero –en las que se consideraba como alguien políticamente neutral que representaba lo que “pasaba”- estaban marcadas por una profunda ideología que pretendía ignorar o borrar las verdaderas texturas, sujetos e implicaciones de la violencia, en tanto las convertía en algo “connatural” y propio de nuestra cultura.
Esta separación del artista con la realidad que pretende reflejar, tiene ciertos matices de complicidad, toda vez que ignora las condiciones estructurales que impulsaron estos hechos violentos y presupone una borradura de actores y responsables, en tanto naturaliza la violencia como algo “nuestro”, es decir, como algo que no pudo ser diferente en su acontecer, independientemente de quiénes estuvieran involucrados (víctimas y victimarios).
De alguna forma, Botero hacía consumible una realidad difícil y se volvía el mismo un producto atractivo, algo folclórico, como un artista que siendo atravesado por lo atroz, que en este caso era la violencia del narcotráfico, podía volver a regalarnos la calma con tonos cálidos y las imágenes curiosas.
 
Las alturas de los artistas
No es asunto de pedirles algo en especial a los artistas, pero es señalar como nuestro mismo arte era termómetro de nuestra sociedad, para decirlo de la manera más polémica posible, de la capacidad ética de la sociedad. Esto, sin embargo, no quiere decir que fuera nula o necesariamente pequeña la capacidad ética, pero sí que se las arreglaba entre profundos vacíos y baches.
En un amago de clasificación, es importante señalar, dos casos interesantes sobre los que queremos profundizar en la siguiente entrada. Como búsqueda de referentes o de sentido que generan luces frente al narcotráfico, desde lugares distintos al Estado, nos encontramos el caso de Beatriz González y de David Manzur.
Entre la maraña de artistas enriquecidos gracias a la disponibilidad del narcotráfico para pagar por el arte como lujo y distinción, y más allá de la postura y de la pose del artistas que para su fortuna es hijo de un tiempo de crisis y se apropia de un contexto de horror, está el cuestionamiento estético al narcotráfico de Beatriz González y la oposición simbólica de Manzur que establecía como corrupta (o indigna) la obra que había estado en manos del narcotraficante.