Brigitte Baptiste

Una de las tendencias que aparecen en una sociedad de mercado, que por efectos de su crecimiento también gana algo en ilustración, es el “greenwashing” o el uso de estrategias de comunicación para generar preferencias de consumo basadas en una aparente diferenciación (positiva) del servicio o producto en términos ecológicos. La página de wikipedia contiene una breve y excelente reseña del tema, así como numerosos ejemplos históricos de su aplicación  a escala global, y un breve análisis de las respuestas que, desde los tiempos de Barry Commoner, han producido las mismas sociedades de mercado para criticar su alcance y fundamento ético: en el centro del conflicto presentan por ejemplo la idea del “carbón limpio” como uno de los oximorones a los que ha llegado la industria publicitaria contemporánea. Algo similar a la de “minería sostenible”.

Colombia es un país particularmente susceptible al virus del “greenwashing”, dada la abundantísima materia prima con la que cuentan los comunicadores para producir mensajes “verdes”: paisajes de lujo, fauna y flora exuberantes, culturas indígenas y modos de vida de una gran diversidad, que pasan desapercibidos en las políticas productivas, pero se utilizan sin ningún recato en mensajes e imágenes públicas y privadas. Porque el fenómeno no es sólo de mercadeo de cosas, sino de instituciones y campañas electorales, incluidas organizaciones autodenominadas ambientalistas: fundaciones, corporaciones “sin ánimo de lucro”, empresas “ecoturísticas”. De hecho, una de las fallas protuberantes del “Partido Verde”, fue que nunca tuvo una agenda ambiental equivalente a las de sus pares en el resto del mundo.

El fenómeno del “empaquetado verde” ha sido denunciado a escala global cuando evidentemente se demuestra que hace parte de la publicidad engañosa, pero es más difícil de analizar cuando modifica de manera perceptible un proceso productivo en aras de promover el ahorro de recursos, disminuir la huella ecológica o canalizar inversiones significativas hacia la conservación.

La cuestión, desde una perspectiva de mercado, radica en saber si es justa la proporción en la que se distribuyen las ganancias adicionales derivadas de una campaña de enverdecimiento. Es decir, si los efectos positivos de hacer negocios verdes, en los términos que promueven los eslógans, compensan adecuadamente los efectos ambientales y sociales adicionales derivados del incremento de la demanda.

En una lógica más amplia, se debería pasar de la simple inversión en publicidad (que ojalá pudieramos evitar) al tema de responsabilidad ambiental empresarial, que compromete toda la estructura del modelo productivo, hasta llegar a un sistema de producción realmente sostenible con una cultura gremial que lo respalde. En este gradiente crítico el problema es si el lavado verde es susceptible de transformarse a tal grado y se convierte en una política ambiental efectiva, para dejar de escribir todo entre comillas. Y vale tanto para una empresa como para una ONG o un gobierno.