Colombia es  líder mundial en la lucha contra el narcotráfico pero esto no necesariamente indica que el problema se esté enfrentando efectivamente. La crisis carcelaria y los delitos de drogas ofrecen un ejemplo preocupante.

Por: Ana María Rueda (@anamariarueda01)

Colombia es  líder mundial en la lucha contra el narcotráfico pero esto no necesariamente indica que el problema se esté enfrentando efectivamente. La crisis carcelaria y los delitos de drogas ofrecen un ejemplo preocupante.

En Colombia se penaliza fuertemente cualquier participación en el mercado de las drogas con el argumento de que se atenta contra la salud pública -según el título de los artículos al respecto en el Código Penal-, que es, en esencia, el principal argumento del régimen internacional de fiscalización de las drogas, que convirtió en ilegales algunas de ellas desde 1961, y que Colombia ha seguido al pie de la letra.

Además, los delitos de drogas se penalizan exclusivamente con encarcelamiento y multas independientemente del rol de la persona en la estructura o su nivel de peligrosidad para la sociedad. No es extraño, entonces, que los reclusos por delitos de drogas correspondan a un poco más del 20% (alrededor de 23.000 personas de los 117.000 personas privadas de la libertad hoy en Colombia. Según el INPEC, “los delitos con mayor impacto carcelario y por los cuales han entrado más personas a los establecimientos de reclusión en el 2014 son hurto con 4.213 ingresos y ley 30 con 3.761” (Ley 30: Estatuto Nacional de Estupefacientes). Como dato curioso, un número importante de los extranjeros encarcelados en Colombia lo están por este tipo de delitos (1.274 de 2.132)[1]. 

Si no estuviéramos hablando de la crisis carcelaria sino de los resultados de la lucha contra las drogas en Colombia, este dato sería motivo de celebración. Pero gracias a la convicción, al menos en el discurso, sobre la necesidad de abordar el consumo de drogas desde la salud pública, es ya imposible no relacionar estos resultados con las tendencias del consumo nacional y mundial. Si el objetivo de penalizar la oferta de drogas es disminuir (o eliminar) su consumo, algo no está funcionando porque el consumo de drogas en Colombia está en aumento y en el mundo no hay indicios de su disminución.

Entonces, ¿qué está fallando? Con respecto al sistema penal y penitenciario, el problema está en que el narcotráfico se alimenta de los riesgos inherentes a su condición de negocio ilegal y depende en gran medida de los vacíos del Estado. En otras palabras, la encarcelación de los miembros del negocio, especialmente, de los que están abajo en la estructura organizacional  no es un disuasivo para su accionar; es un costo más, por demás poco oneroso dada la facilidad para reemplazarlo gracias al sinnúmero de jóvenes sin trabajo y en condición de exclusión social y vulnerabilidad que sobreviven a la desatención del Estado. Como ejemplo, 111 colombianos están hoy en cárceles en China a pesar de que en este país el tráfico de drogas se castiga con cadena perpetua o pena de muerte,  lo que indica que ni siquiera la pena más severa opera como un disuasivo.

La actual crisis carcelaria ha abierto una ventana de oportunidad para buscar efectividad e impacto en la judicialización como mecanismo de reducción de la oferta de drogas. La información con la que se cuenta hoy sobre el número de capturas y de imputados no dice nada sobre su incidencia en la desestructuración de las organizaciones criminales, la afectación del mercado de las drogas, sobre la seguridad ciudadana o el consumo de drogas.  En cambio, la forma como se capturan, se investigan y se condenan estos casos sí explica por qué el encarcelamiento como única medida frente a los eslabones débiles de la cadena del narcotráfico no impacta el mercado de las drogas y sí el hacinamiento de las cárceles.

Por una parte, la captura de personas y la investigación por estos delitos corresponden, en su mayoría, a casos fáciles para la Policía y la Fiscalía dado que la gran mayoría ocurren en flagrancia, lo que quiere decir que son, casi todos, casos de porte para distribución o tráfico en pequeñas cantidades. Estos casos se convierten en un incentivo perverso: a más conductas delictivas por drogas, mejores resultados operacionales, por lo que no sorprende que según registros del 2012 del Ministerio de Justicia, “el tráfico, fabricación o porte de estupefacientes” sea el principal delito por el cual se encarcela a mujeres y el cuarto a hombres; es decir que el 37% de las mujeres y el 12% de los hombres privados de la libertad en 2012 lo estaban por delitos de drogas, después del hurto, el homicidio y el porte y fabricación de armas.

Por otra parte, en dos artículos del Código Penal se equiparan todas las posibles conductas delictivas asociadas a las drogas sin tener en cuenta la gravedad del delito: cultivar, conservar y financiar para el caso de los cultivos ilícitos, e introducir al país, transportar, llevar consigo, almacenar, conservar, elaborar, vender, ofrecer, adquirir, financiar o suministrar para el caso de las drogas. Esto quiere decir que se criminaliza casi igual (5-9 o 8-12 años dependiendo de las cantidades de droga) a cultivadores, mulas, jíbaros, pequeños y grandes transportadores, y pequeños y grandes traficantes. Según un análisis de 2008 a 2012, el 25% de los condenados por delitos de drogas cumple penas de entre 5 y 9 años y cerca del 10% cumplen penas mayores a 10 años, lo que indica que en las cárceles de Colombia son muchos más los reclusos por delitos menores de drogas. 

Existen diversas experiencias de alternativas al encarcelamiento para delitos de drogas cuyas lecciones aprendidas ofrecen opciones para Colombia. El ejemplo más conocido es el de las Cortes de Drogas, que, mediante diferentes modelos, son dirigidas a consumidores de drogas que han cometido delitos a quienes se les ofrece tratamiento para superar su dependencia a cambio de no ir a la cárcel. Las Cortes de Drogas se están implementando en varios países (Canadá, Australia, Inglaterra, Chile, México, entre otros) en su mayoría con financiación de Estados Unidos en donde ya hay más de 2.500. Sin embargo, su impacto en cuanto a reincidencia en términos criminales y de salud pública han sido variados y algunas veces cuestionados.

Estados Unidos, que tiene la tasa de encarcelación más alta del mundo (716 por cada 100.000 habitantes – en Colombia la tasa es 245), durante la última década ha implementado políticas para reducir el encarcelamiento reconociendo que los delitos por drogas han contribuido al menos en un 50% al incremento de la población carcelaria, dan cuenta de la mitad de los reclusos en cárceles federales y marginalizan en su mayoría a la población de color (50% de las personas privadas de la libertad en cárceles federales y estatales).

Es necesario preguntarse sobre la necesidad de encarcelar a estas personas. No solo por su contribución al 49% de hacinamiento carcelario, que le representa a los colombianos $13 millones por recluso o más de un billón de pesos al año, sino porque marginalizar aún más a una persona, como sucede en la cárcel, representa un costo social y económico muy alto para la sociedad y el Estado.

La crisis carcelaria está presionando la búsqueda de alternativas al encarcelamiento para los eslabones débiles de la cadena del narcotráfico en Colombia y en muchos otros países.  La clave estará en repensar los objetivos de la política criminal y los de la la política de drogas. La experiencia muestra que el enfoque debe estar en estrategias innovadoras contra la criminalidad organizada y  en la prevención del delito, que, para el caso de los eslabones débiles de la cadena, se traduce en superar la exclusión social.  

[1] Reportaje de El Tiempo. Noviembre 2014. http://www.eltiempo.com/multimedia/infografias/carceles-y-presos-de-colo…