La obsesión de las ciencias sociales con los experimentos, ¿Puede crear una ciencia trivial y al mismo tiempo peligrosa?

Por Leopoldo Fergusson (@LeopoldoTweets)
 
Es obvio que correlación no implica causalidad. Que un barrio con muchos guardias de seguridad tenga un índice inusualmente elevado de robos, no implica que los guardias causen más crímenes. Posiblemente, la causalidad va en el sentido contrario. Que los estudiantes con mejores notas en la Universidad obtengan mayores ingresos a lo largo de su vida no demuestra que un trabajo académico aplicado mejora sus habilidades y productividad. Bien podría ser algo más (su coeficiente intelectual, su tenacidad y disciplina) la causa tanto de las buenas notas como de los altos ingresos. 
 
Aunque estos problemas (de endogeneidad por causalidad inversa o variables omitidas, en el argot econométrico) sean fáciles de reconocer, lo cierto es que en la vida diaria, y en la ciencia también, es común sacar conclusiones causales de simples correlaciones. Nuestros rigurosos medios con frecuencia citan algún estudio igualmente riguroso que, encontrando una simple correlación, sugiere una relación causal que no está demostrada. Sobre sexualidad muchas veces, pues supongo que es lo que da rating. “Los hombres fieles son más inteligentes” o el “signo zodiacal incide en la infidelidad”, reportan, sin importar que la fuente sea una página web que promueve encuentros entre infieles.
 
En economía y en las ciencias sociales en general, este problema de identificación (como se llama comúnmente al reto de separar causalidad de correlación) es particularmente grave porque lo que el mundo nos ofrece para estudiarlo son correlaciones. La tienen más fácil otras ciencias donde se puede aplicar sin problema el método experimental. En un ambiente controlado, yo puedo estudiar dos ratones casi idénticos, gemelos, sometidos al mismo régimen alimenticio, al mismo ambiente, a las mismas rutinas de ejercicio y encontrar, por ejemplo, el impacto de una droga. Con muchas observaciones para muchos ratones puedo tener más certeza sobre los efectos de la droga. En medicina, los experimentos aleatorios controlados en que un grupo de personas recibe un medicamento y otro grupo similar (“estadísticamente equivalente”) no recibe el tratamiento o recibe un placebo, permiten establecer el efecto del medicamento.  
 
Pero en las ciencias sociales no podemos hacer este tipo de experimentos. ¿O sí? 
 
Desde hace algunos años un movimiento cada vez más popular que algunos llamamos el Talibán de la identificación (confieso que soy un miembro, moderado eso sí, del grupo) responde a esta pregunta enfatizando que sí podemos, y además debemos.  
 
Lo podemos hacer de dos maneras. 
 
Primero, aunque algunos experimentos son imposibles, los accidentes de la historia producen algo muy similar. Un ejemplo de un experimento natural relevante para la economía es la división de las dos Coreas (o de las dos Alemanias, ahora que está de moda por los 25 años desde la reunificación). Dos zonas geográficas, con dotaciones similares en recursos naturales, cultura, nivel de ingreso, sometidas a medicinas muy distintas en términos de organización social. Otro es el de las becas asignadas por sorteo: dos estudiantes con calificaciones similares, uno con acceso a educación privada y otro no. 
 
Segundo, en algunos casos se puede, de hecho, hacer el experimento social controlado. Es cierto que no se puede, al azar, someter a unos países a la democracia y otros a la dictadura para estudiar los efectos del sistema de gobierno. Pero eso no impide hacer experimentos sobre aspectos de las instituciones políticas, tanto que hay centros dedicados a promoverlos. Y ni hablar de los centenares de experimentos aleatorios controlados de los economistas para estudiar educación, nutrición, adopción de tecnología, o de los politólogos para estudiar las elecciones o los medios de comunicación.
 
El entusiasmo con los experimentos naturales y controlados es más que bienvenido, pues es mucho más interesante, y avanza más el conocimiento, cuando podemos pasar de simples correlaciones a relaciones de causalidad. Pero, como con cualquier moda, hay riesgos con el exagerado entusiasmo. 
 
Un riesgo es la “trivialización” de la ciencia. Aunque los experimentos no son más que un medio cuyo fin es arrojar luces sobre preguntas importantes para el avance de la ciencia, tanto fervor puede deslumbrar a los investigadores convirtiendo al experimento un fin en sí mismo. Y así, como en el cuento del borracho que busca una moneda dos cuadras más abajo de donde la perdió “porque ahí la luz es mejor”, a los economistas nos han acusado de emprender una búsqueda frenética por experimentos sin detenernos a pensar si las preguntas que contestan son, de hecho, relevantes. 
 
Steve Levitt, el famoso autor de Freakonomics que muchos lectores reconocerán, fue acusado hace unos años de contribuir a esta trivialización promoviendo el estudio de experimentos naturales en situaciones insospechadas, como el caso de los luchadores de sumo en el Japón. Levitt se puede defender diciendo que su estudio, más que sobre los luchadores de sumo, es sobre la corrupción (la investigación esencialmente mostró que los luchadores de sumo hacían trampa para maximizar sus ganancias). Pero no es claro que estas conclusiones tengan validez externa, es decir, que comprendiendo la corrupción de los luchadores de sumo podamos aprender sobre la corrupción en las empresas o en el gobierno. Para ser francos, Levitt ha estudiado más experimentos naturales y muchos en contextos de obvia relevancia. Sin embargo, es verdad que la economía ha estado tan obsesionada con resolver el problema de identificación que le ha dado mucho valor a estudios ingeniosos de este estilo, incluso cuando su importancia no es obvia. 
 
La trivialización no sólo es consecuencia de la confusión de medios y fines. También es resultado directo de una realidad más difícil de escapar: cuanto más interesante e importante la pregunta que hagamos, más difícil encontrar experimentos naturales o hacer experimentos controlados. Por ejemplo, no hay pregunta más importante en economía que la pregunta por las causas fundamentales del desarrollo económico. Pero es inconcebible hacer un experimento mundial a gran escala en la que unos economistas podamos hacer un análisis de los efectos de distintas “píldoras” y sus efectos sobre el desarrollo. Entonces, los economistas del desarrollo se han dedicado a estudiar con experimentos preguntas mucho más modestas, con la esperanza de que contestar muchas pequeñas preguntas permita acumular un conocimiento grande (dos fuertes defensores de esta visión son Abhijit Banerjee y Esther Duflo, autores de Poor Economics y los cerebros detrás del Poverty Action Lab del MIT). 
 
Sin restarle mérito a los avances logrados atacando las pequeñas preguntas, otros investigadores creemos que no debemos evadir las grandes preguntas. Lant Pritchett propuso recientemente un test muy sencillo, de puro sentido común, para verificar si las evaluaciones que con tanto entusiasmo hacen los economistas del desarrollo pueden ayudarnos a entender porqué unos países son ricos y otros pobres. Si usted toma el test, creo que la respuesta es elocuente: esta agenda resuelve muchas preguntas, pero no va al fondo de las causas de la riqueza de las naciones.
 
Otro riesgo salió a relucir recientemente, con ocasión de un experimento que científicos de Stanford y Darthmouth hicieron en el estado de Montana, en los Estados Unidos. Los investigadores aprovecharon la elección de jueces para la Corte Suprema para examinar los efectos sobre los votantes de entregar información acerca de la tendencia ideológica de los candidatos. Con dos complicaciones: entregaron información sobre afiliación partidista en una elección no partidista y, en un error increíble, emplearon en las cartas enviadas el sello del estado de Montana sin autorización. 
 
Las reacciones sobre las implicaciones legales y éticas no se hicieron esperar. El debate es amplio y daría para otra entrada. Pero las posiciones van desde quienes opinan que el único error de los investigadores fue usar un sello sin autorización, hasta quienes consideran que los investigadores no deberían hacer absolutamente nada que pueda interferir en el resultado de unas elecciones democráticas. Yo no llegaría al extremo de decir esto último. Resultaría paradójico criticar a los investigadores sociales por vivir en una torre de marfil aislados de la realidad, y criticarlos también por involucrarse para poder contestar sus preguntas sobre el mundo real ensuciándose las manos. Pero lo que sí es cierto es que los investigadores debemos tener mucho cuidado con las consecuencias éticas de nuestras intervenciones y experimentos, evitando además engañar a las personas involucradas y obteniendo siempre que sea relevante un consentimiento informado por su participación. 
 
Al final, la culpa no la tiene el talibán de la identificación. Más bien, diría que la posible trivialización de las ciencias y el error de Montana reflejan vacíos en la formación académica. No está mal entusiasmarnos con los experimentos. Pero si lo vamos a ser tenemos que ser mucho más exigentes en al menos dos dimensiones: las preguntas que nos estamos planteando y las consecuencias éticas de lo que hacemos. Nada peor que acabar con una ciencia que sea al mismo tiempo trivial en sus temas y peligrosa en sus implicaciones éticas. Y eso sin contar otros temas que merecen mucha atención, quizás para otra entrada en blogoeconomía, como el papel de la teoría en todo esto.