El vale tudo es un arte marcial brasilero que combina lo mejor de varias técnicas de combate. En sus torneos no hay reglas, ni florituras, ni compasión. Valen codazos, patadas, luxaciones articulares y estrangulamientos. Los combates no son bonitos. No hay patadas voladoras, ni poses de grulla, ni girasoles. El que entra al octágono llega a ganar de la forma más eficiente posible. Sin perendengues.

En la política es igual, la gracia es ganar, no pelear bonito. Eso lo sabe muy bien Juan Manuel Santos, quien no escatimó recursos a la hora de hacer lo que había que hacer para asegurar el triunfo. Su campaña fue siempre a la fija. Se rodeo de todos los políticos que podían aportar votos contantes y sonantes, contrató un asesor experto en las artes negras y otro con un turbante, puso a Tutina a mandar mails, explotó la inercia del uribismo e hizo una campaña lo más ordinaria posible para alejarse de su imagen de clubman anti-pobre.  Y funcionó.

Santos podrá jugar feo y duro pero su victoria fue contundente. Ganó en todas partes, desde los municipios más paupérrimos hasta las mesas de Chicó Reservado. Ganó con el apoyo de la maquinaria, pero también con los votos de ciudadanos libres y responsables, que no son, como los pintan los de la burbuja verde, criminales o vendidos.

El primer deber de un demócrata es reconocer la derrota y respetar las reglas de juego. Valiente gracia ser los adalides de la “cultura de la legalidad” para perder una elección y salir a decir que todo fue por un fraude. Mockus no perdió por un fraude, ni por un complot de la oligarquía y tampoco fue una ficción inventada por el establecimiento como dice Piedad Cordoba. Mockus perdió porque su campaña terminó pareciendo una gran misa carismática, llena de mantras tontos y mensajes confusos.  

Hasta aquí llegó la infatuación con el pastor del báltico. Bienvenidos al futuro (y a la realidad).